“Muchas veces me planteo si vale la pena vivir así”. Miguel Ángel Sánchez descuelga el teléfono y se escucha una voz cansada, frágil, con una impronta de dolor que traspasa el altavoz. Sin embargo, su timbre desprende una sorprendente entereza. Su testimonio es tan sobrecogedor, que incluso resulta comprometido preguntar para conocer su historia. Para Miguel Ángel, “vivir es otra cosa”.
Una firmeza que contrasta con una dura y estremecedora confesión que resume cómo es la vida de un hombre que, por culpa del consumo del aceite desnaturalizado de colza, ha sido sacudido por una terrible enfermedad que determinó su vida al mismo tiempo que también marcó la historia de nuestro país: el síndrome tóxico.
El escalofriante testimonio de Miguel Ángel, nacido en el pueblo salmantino de Peñaranda de Bracamonte, refleja la realidad de miles de afectados por el síndrome tóxico que, como él, fueron víctimas del envenenamiento masivo que asoló nuestro país hace 40 años.
Ahora, se cumplen cuatro décadas desde que se produjese la mayor intoxicación alimentaria en España y Europa en medio de la pandemia del coronavirus.
Ambas Españas, la de 1981 y la de 2020, comparten muchos nexos de unión pero tienen una diferencia fundamental que distingue una enfermedad de otra.
En 1981, salió a la luz una ‘neumonía atípica’ que dejó alrededor de 5.000 fallecidos y más de 20.000 afectados por una enfermedad que costó identificar. En 2020, un virus exportado de China, también enmarcado dentro de la definición de ‘neumonía atípica’, ha dejado en nuestro país más de 28.000 muertos y 235.000 damnificados.
Sin embargo, ambas enfermedades tienen nombre propio.
En 1981, no fue una neumonía atípica la que hizo explotar una crisis sanitaria devastadora. Fue el Síndrome del Aceite Tóxico (SAT), provocado por la venta ambulante de aceite de colza desnaturalizado, lo que originó un envenenamiento masivo que se ensañó con los más pobres de aquella España convulsa.
En 2020, miles de personas han sufrido en nuestro país la letalidad y virulencia del COVID-19, un patógeno de origen animal que ha sacudido los cimientos aparentemente bien arraigados del todo el mundo.
Casi cuatro décadas más tarde, la historia vuelve a repetirse.
Tanto el Síndrome Tóxico como el coronavirus han puesto a prueba el sistema sanitario del país, han provocado la muerte inesperada de miles de personas, han sumido a la población en un estado de incertidumbre perpetuo y, también, han obligado al país a enfrentarse a un enemigo desconocido y mortífero a partes iguales.
Sin embargo, existe un detalle revelador que marca la diferencia entre una enfermedad y otra.
El coronavirus ha sido producto de la naturaleza que, aparentemente, tiene su origen en los animales. Sin embargo, el caso del aceite desnaturalizado de colza no tiene nada que ver con animales, ni con laboratorios, ni con pesticidas.
El Síndrome Tóxico fue producto de la codicia de los hombres.
Una ambición que provocó la aparición de la primera enfermedad rara del país y que, a su vez, desencadenó la que está considerada como la mayor intoxicación alimentaria de España y de Europa.
La pandemia del coronavirus ha removido el yermo de dolor de unas víctimas que se sienten “las grandes olvidadas” del Estado. Unos afectados a quienes les han arrebatado una vida con la que solo pueden soñar.
Un envenenamiento que ha dejado una huella imborrable de impotencia, dolor, desamparo y fragilidad.
Ahora, en medio de esta grave crisis sanitaria, los afectados por el Síndrome del Aceite Tóxico, sin aplausos y más vulnerables que nunca, conmemoran que se cumplen 39 años de lo que consideran un atentado contra la vida para el que todavía tienen demasiadas preguntas sin respuesta.
EL DINERO PREVALECE ANTE LA VIDA
El 1 de mayo 1981, el fallecimiento de Jaime Vaquero en Torrejón de Ardoz a los 9 años de edad, marcó el inicio de una batalla que se ha extendido durante cuatro décadas.
Carmen Cortés es uno de los rostros que más han luchado por la dignidad de las víctimas del Síndrome del Aceite Tóxico.
Cortés es la presidenta de la Plataforma Seguimos Viviendo, pero su camino no ha sido nada fácil hasta convertirse en la voz de los que ya no están y de los que luchan, día a día, por alcanzar el objetivo que da nombre a la entidad que encabeza: seguir viviendo.
En el seno de una familia formada íntegramente por mujeres, después de que su madre enviudase a los 34 años, Carmen pasó su infancia con sus hermanas y con su abuela mientras su madre trabajaba para sacar adelante a su familia.
Con unos valores basados en la superación, la educación y la constancia, Cortés se consideraba “una niña afortunada”, puesto que, a pesar de vivir en un barrio humilde, el sacrificio de su madre le permitió irse de vacaciones como cualquier niña normal.
Sin embargo, con 14 años, la vida de Carmen daría un giro de 180 grados que cambiaría por completo su devenir.
Lo que comenzó como una bronquitis, se compaginó con la aparición de dolores musculares y un severo dolor de cabeza que la obligaron a trasladarse al hospital La Princesa, en el barrio madrileño de Diego de León.
“Me aislaron en la parte norte del hospital y me confirmaron que yo era una de las afectadas por esa neumonía atípica. Me quedé en shock, yo no quería formar parte de ese colectivo de enfermos”.
“Cuando comencé a encontrarme mejor, y con el paso del tiempo, me he preguntado cómo quería vivir: ¿el síndrome tóxico es mi vida o en mi vida está el síndrome tóxico?”
Carmen fue la única afectada por el Síndrome del Aceite Tóxico en su familia. En el verano de 1981, la enfermedad comenzó a hacer mella. “El dolor empezó a crecer. No podía dormir, era lo peor” cuenta Carmen. “Los primeros meses fueron horrorosos, no veía avances en mi salud. No podía levantarme, ni caminar…”.
Una emocionada Carmen Cortés recuerda que pasó la Navidad sola en el hospital con la única compañía de Verano Azul en la televisión. “Era una niña y sentía rabia. Lo peor fue pasar toda mi estancia en el hospital sola”.
Sin embargo, Cortés, que compartió instalaciones con la madre de Jaime Vaquero, es todo un ejemplo de superación y fortaleza ante la enfermedad. “Cuando comencé a encontrarme mejor, y con el paso del tiempo, me he preguntado cómo quería vivir: ¿el síndrome tóxico es mi vida o en mi vida está el síndrome tóxico?” Ella eligió la segunda.
Como la presidenta de Seguimos Viviendo, hay alrededor de 20.000 personas en España.
Miles de almas que vieron sus vidas truncadas por el consumo de aceite de colza desnaturalizado, que llegó de Francia a España de la mano de los hermanos Goicoetxea.
En nuestro país, la empresa RAELCA tuvo un papel esencial en la distribución de esta bomba de relojería que produjo el envenenamiento masivo.
5.000 personas fallecieron por consumir un aceite que contaba con un componente químico, la anilina, que a su vez, tenía elementos tóxicos y grasos que, bajo ningún concepto, permitía que fuera destinado para el consumo humano.
Los expertos en la materia, como el periodista José Yoldi, califican este caso como el timo de la estampita, es decir, vendían una cosa a sabiendas de que estaban ofreciendo otra completamente diferente.
El caso del aceite de colza fue, sin duda, una confluencia de intereses en la que lo importante era enriquecerse a costa de los pobres. La ambición y la avaricia tenían mucho más valor que la vida.
EL PERIPLO DE LA COLZA
En el camino recorrido por la red fraudulenta del aceite desnaturalizado, a parte de las víctimas mortales y los afectados, los pueblos periféricos de la Comunidad de Madrid fueron también los grandes perjudicados de esta intoxicación masiva.
Al igual que ocurre con el coronavirus y las confabulaciones sobre si el patógeno se creó en un laboratorio chino o no, en el caso del aceite de colza, la historia también tuvo un espacio para las teorías conspiratorias.
Antes de descubrirse que el SAT fuese el resultado de un aceite contaminado, tres teorías cobraron una especial relevancia en medio de todo el ruido mediático que había alrededor del envenenamiento masivo.
Jesús Sancho Rof, ministro de Sanidad en aquel momento, achacó las muertes e infecciones a una bacteria. Por su parte, el Doctor Muro hizo alusión a los pájaros y a unos tomates contaminados como posibles causas de la intoxicación alimentaria.
Sin embargo, todas estas apreciaciones fueron descartadas una vez se identificó el verdadero motivo de la enfermedad.
Uno de los pueblos que más sufrió las inclemencias de esta intoxicación alimentaria fue el municipio madrileño de Alcorcón.
Sobrecoge pensar que, a día de hoy, el municipio también haya sido especialmente golpeado por la virulencia del COVID-19.
“La aparición del aceite de Colza fue una de las situaciones de mayor impacto en la sociedad, una de las más duras y tristes de Alcorcón, dejó decenas de personas enfermas”. Así lo recuerdan Antonio Martín y Joaquín García Domingo, concejales de Deportes y Educación del municipio en 1981.
Café en mano y con cierto halo de nostalgia y añoranza, tanto Martín como García Domingo dibujan el Alcorcón de 1981 para poder entender cuál fue el nivel de incidencia del caso del aceite de colza en el centro del municipio.
“Como en Madrid era imposible vivir, la gente se iba a las afueras de la ciudad. Alcorcón tenía un alto nivel de edificación pero no había servicios”, recuerda Martín. “Alcorcón era un lugar lleno de barro, sin conectores, con unas infraestructuras pésimas y calles sin asfaltar”, añade García Domingo haciendo referencia a una situación que los distribuidores vieron perfecta para vender el aceite desnaturalizado.
“Los ciudadanos en aquella época tenían mucho aguante y, debido a su situación económica y sus necesidades, compraban todo lo que se les vendía en la época”, y prosigue “los responsables del envenenamiento masivo aprovecharon que no existía un control sanitario fuerte para cometer esta atrocidad”.
Ambos concejales coinciden en que el ambiente que se respiraba en Alcorcón cuando estalló el caso de la Colza era “raro, desconocido y desconcertante” y apuntan a la confianza con los vendedores como la pieza clave para que se propagase con tanta rapidez este problema.
Antonio Martín asegura que “los pisos eran la principal fuente de venta del aceite. Pero no sólo se realizaba una venta ambulante del aceite desnaturalizado, también se vendían quesos, chorizos, miel… En cuanto al aceite, estas personas engañaban a los ciudadanos vendiéndola por 2 o 3 pesetas, cuando el precio real debería oscilar entre las 10 o 15”.
En Parque Lisboa, la zona más pudiente de Alcorcón en el 81, no hubo ningún afectado, un hecho que confirmaba que la colza fue el veneno de los pobres.
Al ser preguntados por la posibilidad de que una crisis alimentaria de esta envergadura vuelva a repetirse, tanto Antonio Martín como Joaquín García Domingo coinciden en opinión, “es muy difícil, pero no imposible”.
CONVIVIR CON EL OLVIDO
“¿Vivir? Vivir es otra cosa”. A sus 50 años, Miguel Ángel lleva desde los 11 conviviendo con una enfermedad que le ha robado todo. “Jamás sabré lo que podría haber sido en la vida” confiesa Sánchez a través del teléfono.
El síndrome tóxico le arrebató a un niño de 11 años, enamorado del deporte, todos sus sueños e ilusiones de un plumazo. “Yo era un chico muy deportista, y el SAT truncó mi infancia, mi juventud… Todo. Ni si quiera puedo trabajar”.
En el caso de Miguel Ángel, la enfermedad ha mostrado su peor cara.
El síndrome tóxico le ha afectado dejándole secuelas neurológicas, severos dolores y una paraplejia que le ha obligado a pasar gran parte de su vida postrado en una cama y a moverse en silla de ruedas.
Además, el SAT también ha dejado en Miguel Ángel diabetes, hipertensión, ansiedad Y problemas vasculares. Su discapacidad es del 80%.
“Pasé solo mi enfermedad porque mi padre también murió por envenenamiento” comparte Sánchez. “Fue muy duro pasar todo aquello porque recuerdo ver a gente morir a mi alrededor. Imagina lo que tiene que ser eso para un niño con 11 años”
Al recordar sus visitas al médico, Sánchez recuerdo uno de los momentos más duros que vivió. “Como podrás entender, mi intención era curarme. En una de mis visitas al médico, un forense me dijo ‘no sé qué cojones haces aquí si no te vas a curar nunca’, eso me hizo plantearme muchas cosas”. Además, asegura que muchas veces los sanitarios llegaban a enfadarse con él por no experimentar ninguna mejoría. “Me gritaban, me decían que era culpa mía. Es una cosa que jamás olvidaré”.
Olvido y dolor son las palabras que más se repiten en la conversación con Miguel Ángel. Al otro lado del teléfono, un hombre castigado por la crueldad de la enfermedad comparte un sentimiento que pone la piel de gallina por la dureza de su contenido. “Como vivo y como he estado viviendo, muchas veces he tenido ganas de quitarme del medio”.
“En una de mis visitas al médico, un forense me dijo ‘no sé qué cojones haces aquí si no te vas a curar nunca’, eso me hizo plantearme muchas cosas”
Sin embargo, pese a que no existe nada que pueda solventar la situación de Miguel Ángel, la vida quiso hacer referencia a su segundo nombre, y en forma de ángel, le mandó a su mujer, quien cuida de él las 24 horas del para hacerle la vida más llevadera.
“Mi mujer ha tenido que dejar de trabajar para cuidar de mí, ella se dedica plenamente a mí y es algo por lo que siempre le estaré agradecido”. El amor como remedio para los males.
Sin embargo, una de las quejas que repiten Miguel Ángel y otros afectados por el síndrome tóxico es que se sienten los grandes olvidados del Estado.
“Llevamos casi 40 años siendo no solo víctimas de la enfermedad, también lo somos de un maltrato institucional al que le suma la falta de apoyo y protección” y añade “a las víctimas nos han cerrado la puerta en la cara y esto refuerza aún más nuestra condición de víctimas olvidadas”.
“Los 5.000 muertos por el síndrome tóxico son la vergüenza de este estado y a nadie le gusta sacar sus vergüenzas”
La misma opinión la comparte Mercedes García Rambla, presidenta de la Asociación de Consumidores 1º de Mayo, quien asegura que “en las víctimas solo ven cantidades monetarias y no vidas destrozadas”.
García Rambla, también afectada por el síndrome tóxico desde los 14 años, afirma que las víctimas de la colza “no son bonitas para el país y, por eso, estamos olvidados”.
Por su parte, Carmen Cortés, da un paso más allá y afirma que “los 5.000 muertos por el síndrome tóxico son la vergüenza de este estado y a nadie le gusta sacar sus vergüenzas”.
En el centro de la fotografía, Mercedes García (dcha) y Carmen Cortés (izq), junto a otros componentes de la Plataforma Seguimos Viviendo
Sin embargo, en estos reiterados toques de atención o, más bien, de intentos para subsanar un daño irreparable con ayuda de los que más herramientas tienen, lo que subyace es una petición de amparo, de ayuda, de protección para con todas esas personas y familias que hace 40 años sufrieron un revés irreparable.
Carmen Cortés lo explica a la perfección en la sede de la plataforma Seguimos Viviendo. “Nosotros lo que queremos es que el Estado se ponga en paz con nosotros y viceversa. Queremos que se nos de el lugar que nos merecemos después de haber pasado todo lo que hemos pasado” y, además, añade “Pedimos apoyo y acompañamiento, tanto para los afectados como para las familias, porque ellos son igual de víctimas al vivirlo con los propios damnificados”.
40 años han pasado desde que se produjera en nuestro país la mayor intoxicación alimentaria de la historia. Cuatro décadas en las que no han perdido un ápice de fuerza en una batalla que jamás han dado por perdida.
Ahora, mucho tiempo después, las víctimas del Síndrome Tóxico solo quieren dejar de ser los grandes olvidados para conseguir el lugar que merecen. Porque el olvido también es una forma de morir.